Other World (M.C. Escher, 1947) |
Una
vez desperté de una pesadilla y me puse a rezar. Sentí un bochorno cabrón al escucharme
hablándole en voz alta a alguien que nunca me contestaba. Dejé de rezar a
principios de la década de los noventa. Tenía unos 11 años, pero decir a los 11
que uno no cree en Dios es ganarse una nalgá. Por mucho tiempo me sentí como un
freak—con una curiosidad cabrona que le estaba malo a medio mundo. La
curiosidad la llevaba—y aun la llevo—como alguien que tiene un tumor con pelo y
ojos saliéndole del cuello.
Mi
espíritu santo tenía hambre—se me quedó en una muela la hostia. Y la Trinidad
nunca me hizo mucho sentido. Nunca pude entender frases como: “Dios es amor”,
“Jesús murió por ti”, entre otras. Sí me hizo todo el sentido del mundo la
ciencia. Las estrellas sí murieron por mí; estoy hecho de lo que se cocinó en
ellas. Pude entender ‘Espíritu Santo’ al enterarme que mirar estrellas es mirar al pasado.
Éxtasis, numen, experiencia religiosa: todo esto me da cuando doy cuenta de lo
inmensamente pequeño, cuando doy cuenta de lo inmensamente enorme…
El vasto vacío en un átomo de hidrógeno;
está lleno de vacío un átomo de hidrógeno
¡Aleluya!
Hay aminoácidos en un cometa
¡Salamaya!
Saber
que hay bucky balls cósmicos, pone mis neuronas a
disparar química sagrada—la misma bioquímica que se disparó en la
glándula pineal de Juana de Arco. El cerebro de billones se bañó—y se baña—en
esta electroquímica, vía el bombardeo sensorial que estimulan las naves de la Capilla Sixtina,
el techo de La Sagrada Familia en Barcelona,
el Buda de Henan, la geometría sagrada de Nazir-Al-Mulk,
una escultura de Jesús de Nazaret crucificado…
Quiero
decir que lo tremendo, lo sublime, kantianamente
hablando, no solo lo vive el teísta. Kant definía lo sublime como
aquello que te deja sin aire, lo que te impresiona más allá de las palabras. Y
son pocas las que hay para describir, por ejemplo, lo tremendo en un hoyo negro 12 billones de veces más grande que el Sol. Esto es más tremendo y sublime que cualquier misterio judeocristiano.
Cuando
alguien me hace la clichosa pregunta que viene después de decir que soy
‘ateo’—no hace falta mencionarla—, contesto que tengo de metadona espiritual el patrón fractal de un brécol romanescu,
la maquinaria perfecta de un ribosoma,
el lado oscuro de la luna, la nariz de un perro, la doble hélice desoxirribonucleica,
las plumas de un pavo real macho,
las escamas de una culebra, el aliento de Coltrane, los dedos de Lightnin’ Hopkins,
los pezones de Briggitte Bardot;
creo en el reflejo mío aguantando un espejo,
que refleja el reflejo de mi reflejo aguantando un
espejo,
que refleja el reflejo de mi reflejo de mi reflejo
aguantando un espejo,
que refleja el reflejo de mi reflejo de mi reflejo de
mi reflejo
aguantando un espejo, que refleja…
Moebius Strip II (M.C. Escher, 1963) |
La
realidad es que oscilo entre ateo y agnóstico. Ateo cuando reacciono a las barbaridades que hace ISIS,
o las
estupideces que dice Wanda Rolón. Agnóstico cuando
me tranquilizo y vuelve la razón; pues no estoy seguro de nada, no sé qué viene
después de que se acabe esto. Nadie sabe. Ni el Papa. Pero
no por esto dejo de hacerme las preguntas más atávicas; preguntas que la
ciencia no está interesada en hacerse; preguntas que las religiones
contemporáneas dejaron de hacer hace ya mucho tiempo; preguntas que se examinan
cuando damos cuenta de una pintura de van Gogh, una pieza de Georgia O’ Keeffe,
una cabeza Yoruba, entre otras—muchas
otras—expresiones artísticas.
Después
de unas cuantas décadas de práctica, la mejor forma que he encontrado para
explicar mi condición es como usted lee aquí. En la adolescencia tardía y la
adultez temprana, la ciencia era panacea para cualquier crisis anímica. Pero
luego me puse a leer filosofía y a consumir arte; leí a Søren Kierkegaard—filósofo y teísta existencialista—y a Ernesto Cardenal—poeta y sacerdote
católico. Ya no me parecían tan tontos los teístas. Los ateos dejaron de
parecerme tan inteligentes. Poco a poco se fue desinflando mi enchule con Richard Dawkins. Y concluí que teísta no es mejor ni peor que ateísta.
“¿Qué
significa estar vivo?” todavía tiene lustre como pregunta. Hasta ahora no hay
posmo ni ‘new atheist’ que me pueda convencer de lo contrario. Y
en un mundo que se alinea más a lo secular con cada década que pasa, “Ser o no ser”, la
apuesta de Pascal, por qué aquí y ahora en vez de nada y nunca, persisten. Estas ansiedades
estuvieron en la mente del homínido que por vez primera bajó de los árboles;
evolucionaron, fenotípicamente, en la mente del primer humano que hizo un esténcil de su mano en una cueva—el
primer humano que hizo arte.
Arte, ciencia, curiosidad y un gusto antropológico por las religiones,
en vez de la hostia en la boca, rosarios en el cuello y rodillas en el
piso…
Si
el ateo del siglo XXI aborda monolíticamente la cuestión de la religión,
entonces funcionaron gríngolas ideológicas que nada tienen que envidiarle a las
del católico, el protestante, el budista, el islámico, entre otros. Que hay
religiosidad fea, de la que hace que salgan decenas de miles a la calle,
espoleados por miedo y proselitismo del tipo más vulgar posible, seguro que sí.
Pero también hay ateísmo feo y vulgar, de corte absolutista y reduccionista,
que asegura que creer en un dios es ser morón. El fundamentalismo es una vía de
dos carriles. En otras palabras, ateísmo militante y fundamentalismo religioso
son de una paloma enferma las dos alas. Para darme cuenta de esto, bastó con ponerme
a escribir poesía.
Hoy
me encuentro en donde estaba a los 11 años: hablando solo y en voz alta,
esperando a que alguien me conteste; pero, contrario a lo que sentí a los 11
años, ya so siento vergüenza.
Estoy satisfecho con mi soliloquio
—onanismo cognitivo según me sale e’ los cojones—
el reflejo de mi reflejo de mi
reflejo de mi reflejo de mi reflejo
aguantando un espejo, que refleja…
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Una versión de este ensayo fue publicada el 7 de marzo del 2015 en Ateístas de Puerto Rico.
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